Los fantasmas del Tequendama. Novela Histórica
Joseph Berolo Capitulo X
Aún se escuchaba el eco del campanazo de la una de la tarde del 9 de abril
de 1948 dado por el reloj de la torre de la Iglesia de Egipto cercana al Instituto de la Salle, cuando llegaron a oídos
de sus ocupantes las primeras ventiscas huracanadas olorosas a cosa quemada que provenían del cercano centro de la
ciudad. Distraídos con sus ocupaciones, los lasallistas no escucharon las esporádicas explosiones como de armas
de fuego que ocurrían en la distancia hasta que se hicieron cercanas a sus plácidos rincones escolares. La lluvia
que caía a esa hora aumentaba en intensidad y las nubes bajas y pesadas presagiaban una tormenta sin precedentes. El impresionante silencio
que se apoderó del ambiente colegial fue turbado repentinamente por el llamado que hacía por altoparlante el
hermano Arturo, rector del colegio, para que se congregaran en la capilla del plantel, hizo que el estudiantado y sus docentes,
abandonaran los lugares donde se encontraban, la mayoría en los salones de clase del edificio central del
colegio con vista a la ciudad, otros en el ala sur del edificio, sobre la calle 10, en donde quedaban los dormitorios de los
alumnos internos, y en un piso superior, el laboratorio de ciencias y un pequeño observatorio astronómico.
«Hijos míos»,
escucharon preocupados los presentes en el sagrado recinto, cuna de la espiritualidad lasallista, el anuncio que les hacía
su venerado capellán: «Acaba de perpetrarse un atentado contra el Doctor Jorge Eliécer Gaitán y
parece que se ha desatado una revuelta popular que amenaza
extenderse por toda la ciudad. Nuestra es la hora de confiar en la misericordia divina y pedirle al Todo Poderoso que nos
libre de todo mal y peligro».
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No se desvanecía
todavía el eco de sus palabras cuando el hermano Pedro, Prefecto de la Primera División del colegio, alcanzó
a divisar desde su posición en el coro del templo un grupo de revoltosos que trepaba la paredilla que separaba el patio
de recreo hundido, el de Santa Teresita, sobre la calle once al costado norte del plantel. Minutos después se escuchó
el estruendo que producía la turba agolpada en las afueras del sagrado recinto que estremeció de pies a cabeza
a los refugiados. Fue entonces cuando Guillermo G., un
joven alegre y activo de mirada iluminada, alumno de sexto año de bachillerato, se dirigió a su profesor titular
sentado a su lado, y tras de conversar brevemente con él se levantó y se dirigió santiguándose
a la puerta del templo. Luego de remover el travesaño que la mantenía cerrada, salió del lugar cerrándola
a sus espaldas. Simultáneamente, una campana solitaria colgada de algún balcón en alguna esquina de colegio
produjo un largo tañido de bronce vencido que produjo escalofríos a todos los que lo escucharon. Aislados de
todo contacto con el mundo exterior, los lasallistas atrapados al interior del templo se dispusieron a pasar allí la
noche, todos en oración por su seguridad y la de Guillermo cuya suerte desconocían, al igual que la de quienes
habían abandonado el colegio por su propia cuenta. Interminable
fue la agonía sufrida por los asustados lasallistas durante esa larga espera nocturna prolongada más allá
de su capacidad de comprender el por qué de su situación. El terror desatado por la muerte de Gaitán,
cuyo deceso fue anunciado a través del único medio de información a su alcance, un viejo radio traído
por alguno de ellos, se instaló en el ambiente del templo y lo convirtió en un laberinto siniestro sembrado
de amenazas mortales para los lasallistas, perseguidos sin razón alguna conocida. Un nuevo y repentino asalto frontal al colegio asediado esporádicamente desde la
noche anterior por grupos de revoltosos que aún permanecían en su alrededores comenzó al atardecer del
10 de abril cumpliéndose así veinticuatro largas horas de insondable miseria humana vividas al interior de la
capilla por los trasnochados lasallistas. Para entonces, dos de los profesores de Guillermo que se habían aventurado
a buscarlo, encontraron su cadáver a mitad del campo de baloncesto cercano al templo de donde les fue imposible retirarlo
ante la avalancha de forajidos que avanzaba hacia ellos, que los obligó a replegarse nuevamente al interior del
templo. Jugador estrella del equipo de baloncesto del
plantel, la bala que acabó con su joven existencia debió haber sido hecha de polvo de estrellas y convertida
en meteorito al comienzo del tiempo, y haber viajado mil años luz, invisible, veloz, silenciosa, en trayectoria directa
hacia su blanco. ¡Compasivo dardo celestial! Lo había traspasado sin derramamiento de sangre y evitado que fuera
pisoteado por la chusma asesina. Así forjaron los hermanos Juan y Pedro la historia de su muerte que habría
de permanecer grabada para siempre en la memoria de sus compañeros. Lo habían encontrado tendido de espaldas,
con sus brazos en cruz, sus ojos serenamente abiertos como contemplando el enorme hueco negro de proporciones espaciales de
su viaje a la inmortalidad.
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Así llegó
la Parca, con muerto presente y renovado asalto al teatro de sus desmanes. Venía del vientre abierto de la asolada
urbe dirigida por el mismísimo Mefistófeles. Vengadora de un crimen cometido por otros, llegaba envuelta en
fuego a tragarse, como la vida de Guillermo, la de sus compañeros. Sobre ellos, la ciencia y la verdad, se entronizaba
su imperio entre los sísmicos lamentos de las puertas y paredes del templo azotadas por las balas, los golpes de las
culatas y las descargas de los machetes. El desplome de
los vitrales representativos de la vida y obra de San Juan Bautista de la Salle, los convirtió en troneras desde donde
los asaltantes apuntaban hacia el interior los cañones de los fusiles prestos a acabar con la existencia material de
los lasallistas en su mira. Sobre la horrenda escena flotaba el humo y las cenizas del majestuoso órgano importado
de Francia, convertido en notas de plomo derretido sobre el ardiente piso del coro. Un único testigo divino de semejantes atrocidades, la Inmaculada Virgen María presente en
su gruta cercana al asediado templo, contemplaba el horror desatado sobre el mundo lasallista. Sus cenizas caían sobre
su efigie de mármol manchándola sin cambiarla ni destruirla. No así con los bandidos asaltantes. A ellos,
los cubría de vergüenza imborrable pese al anonimato de sus infelices vidas. Acorralados por la infamia que se cometía contra ellos, los lasallistas se agolparon ante el altar
mayor apresurándose a recibir el sacramento de la comunión administrado por su capellán antes de huir
hacia la horrenda noche que los esperaba al otro lado de la puerta de la sacristía, su único camino de escape
y posible salvación física. Perdonados y comulgados, comenzaron a abandonar el sagrado recinto.
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Vestidos con su uniforme azul, con sus corbatas puestas, muchos en mangas
de camisa como sus profesores despojados de sus sotanas y sus cuellos clericales, con sus pantalones negros arrugados y sus
misales apretados entre sus manos, algunos con rosarios trenzados entre sus manos, buscaron el amparo de los aleros de las
cercanas casas coloniales, golpeando puertas y ventanas sin lograr que se abrieran, sordos sus ocupantes en espera de la derrota
de las trancas y los aldabones. La empinada Calle del Espinazo
del Diablo y las tortuosas de la zona fueron el peligroso escenario de la desbandada lasallista por el pavoroso infierno de
la ciudad en llamas. Su corazón se convertía en chatarra incinerada, todo, casas, edificios, iglesias, negocios,
hasta los románticos tranvías bogotanos y los lujosos automóviles embanderados de los dignatarios asistentes
a la IX Conferencia Panamericana, estacionados en la Plaza de Bolívar, frente al Capitolio Nacional en donde se cumplía
el histórico evento. Sobre la horrenda conflagración caerían las cenizas de muchas de las iglesias y
conventos centenarios y hasta la propia imagen de Cristo Redentor sería arrojada a las calles y sometida al escarnio
público. Transformados por la histeria colectiva en chusma vengativa del crimen cometido contra su máximo jefe,
su furia destruía el corazón de la patria, su cristianismo, su alma colonial, su señorío, todo
dejaría de existir.Llevado
de la mano por su profesor de literatura, Mío llegó a la Plaza de Bolívar en desesperado huir de las
malévolas turbas que hacían de las suyas por todas partes. Invadida por los alzados en armas, el augusto lugar
se había convertido en el epicentro del horror desatado el día anterior. Las tropas defensoras habían
dejado a su paso una horrenda camada de cadáveres tendidos en horripilante masa informe, irreconocible, pisoteada y
abandonada. Sumergido en el caos de la hora, y sin poder
acercarse al negocio de Foudoix, su esperanza de encontrarlo se perdió entre la humareda que cubría la Calle
Real. En trance de ser alcanzado por las balas o atropellado por los forajidos que corrían desordenadamente en todas
direcciones, Mío se encontró huyendo hacia el oriente de la Plaza de Bolívar; desesperado, golpeó
al oscuro portón de una casa situada a mitad de la angosta calle empedrada por donde corría. El eco del reforzar
de trancas a su interior y los gritos amenazantes de sus moradores que le ordenaban alejarse o le dispararían sino
lo hacía, le hizo comprender que su hora final podría estar cerca. Espantado, se apresuró a buscar refugio bajo el elevado dintel de una casa esquinera diagonal al
atrio del templo donde había celebrado su primera comunión. Oculto en el rincón formado por una de las
columnas de piedra de la portada, sintió cercano el silbido de las balas que se estrellaban y rebotaban contra los
adoquines de la calle enlagunada y no pudo evitar la sensación de estar rodeado de fantasmas prestos a saltar de sus
escondites y dejarse ver en todo el horror de su desenfreno. Aterido
y asustado, salpicado por la fuerte lluvia que no cesaba, metido en su escondite, escudriñó la calle que parecía
estar libre de revoltosos. «Posiblemente ocultos, como yo», pensó, dudando de su seguridad. Fue entonces
cuando apareció ante él un hombre tambaleante que bebía a su paso de una botella desportillada con la
que trató de agredirlo. Obviamente ebrio, el malvado hombre clavó su sanguinolenta mirada sobre el aterrado
Mío mientras extendía los torcidos tentáculos de sus brazos y lo apercollaba y apretaba con el nudo de
su corbata azul haciéndole gemir de ahogo y desesperación. Enmarcada por el alero de la casa, con su cortina de agua lluvia desbordada sobre la acera de aquella esquina del
demonio, Mío vio alzarse el trazo de una culata descargada sobre la nuca del monstruo que lo asediaba. Con la cerviz
quebrada y la nariz esponjada, ahogándose en su propia sangre, el infeliz alcanzó a parpadear en dirección
a Mío que contemplaba horrorizado el apurado río de sus arterias abiertas derramadas, mezcladas con otras inmundicias,
haciendo gárgaras abismales en la cavernosa jeta de la alcantarilla cercana. Su salvador, un soldado desconocido que
lo miró brevemente desde el anonimato de su rostro oculto bajo el casco protector de su vida, continuó su marcha
de cazador de fieras humanas, dejándolo en contemplación del cadáver de su atacante que le devolvía
su mirada desde el fondo de sus profundas cuencas sanguinolentas. Fue entonces cuando se abrió la puerta de la casa a cuyo amparo había acudido Mío,
y apareció un hombre vestido de negro portando un fusil terciado, que lo alzó y lo transportó al interior
del lugar. Pasado un rato de miedosa observación del estrecho zaguán donde fue dejado por el extraño
personaje, Mío observó el entorno claroscuro del patio en donde aparecían montones de bultos de toda
clase botados aquí y allá como si sus dueños estuvieran de trasteo, algo poco probable a esa hora de
la madrugada. Asustado, no tanto por lo que veía sino por la presencia de alguien que parecía apuntarle con
un revólver, surgido de una de las habitaciones situadas al fondo del patio, Mío resolvió abandonar el
lugar que lo espantaba con sus misterios- .
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La madrugada del 11 de abril encontró a Mío corriendo hacia el sur de la Carrera
Séptima rumbo a la Iglesia de Santa Bárbara. Allí, una tanqueta que giraba sobre sí misma, aplastaba
los restos de la torre del templo que acababa de volar. A él, lo encañonaban los soldados tendidos en posición
de tiro a lo largo los andenes. Sin pensarlo dos veces, Mío alzó los brazos como vio que hacían otros
seres atrapados como él, y se unió a la marcha ordenada por las tropas, esta vez hacia el Barrio de las Cruces
cercano a las desiertas laderas de los cerros surorientales. Nada le sorprendería más que encontrar donde no
creía que hubiese podido llegar la revuelta, a una de sus víctimas. Era una niña de su edad, envuelta
en un pañolón negro, que calzaba alpargatas y sostenía entre sus brazos un canasto vacío. Estaba
sentada contra el tronco de un árbol seco enterrado entre las grietas del piso de la calle a la que había llegado
dejando atrás a muchos de los habían escapado de las tropas que los perseguían. Cruda realidad fue entonces
la vivida por Mío en esa hora la más ominosa de su corta existencia. . Aún se escuchaba el eco de disparos
y explosiones, cada vez más lejano.
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