II ADRIÁN N. ESCUDERO (Santa Fe, Argentina),
1976. Texto ajustado al 28-07-2004 y al 22-03-2018 (30º Aniversario del fallecimiento de Edgardo A. Pesante. In memoriam).
Su versión original (31-12-76) integró la primera edición gráfica del Libro "LOS ÚLTIMOS
DÍAS", ob. cit., págs. 85/101. E-book "LOS ÚLTIMOS DÍAS (Y Otros Cuentos)
- Ave Viajera Editores S.A.A (Bogotá, Colombia) - Director Editorial: Joseph Berolo Ramos. Marzo 2018.- Publicado
el 13-01-2006 en el Magazín virtual MUNDO CULTURAL HISPANO (Círculo literario de Alicante - España -
Director: Denis Roland.-
Viene de 1a. columna
Añoranzas Luigi sintió frío. Poco a poco el sereno de las tinieblas fue empañando la cubierta de la traslúcida cúpula
ambiental... Poco a poco las estrellas se fueron borrando del mapa estelar, mientras Fobos y Deimos se transfiguraban desteñidos
por el rocío helado que plantaba cristales en el sombrero opaco de la ciudad... Luigi meditaba sobre el cohete y lo veía abanicarse con seguro desdén.
Veía su torva figura corporizarse y descender en el valle, como un poderoso alfil de colores grises. Veía desplegar
sus alas de fuego, entreabrir sus compuertas y lanzar afuera una imprevisible marejada de seres bípedos distintos,
en ritual columna de bagajes aún más desconcertantes... Y se veía mirar a sus espaldas. ¡Todos estarían allí! Como él. Mirando y apuntando. Formando una espaciosa
ronda de ojos y de dedos que descubrirían y señalarían nombres, gritarían reencuentros o se hundirían
en la más penosa de las decepciones porque, muchos, no habrían podido venir... Entonces, un sol débil y huraño, lejano amigo en la distancia,
desayunaría su temprana avidez con las burbujas nativas y taciturnas que acudían, de noche en noche, a visitar
la colonia, llegando desde una oculta morada en las colinas marcianas, sin que los hombres dieran cuenta de su real existencia... Por lo demás, el cohete amartizaría
cerca del muro; a unos cien metros del improvisado refugio que los niños habían construido para hacer contacto.
Y las puertas del muro estarían al acecho, atentas al cohete y a sus asombrados tripulantes... Luigi dejó de pensar. El silencio marciano le pertenecía. No obstante, sintió
algo especial. Un primitivo escalofrío le arredró el alma, y lo dejó solo. --- ¡Memo! -gritó. Pero Memo seguía tieso, obstinado, en el mismo sitio, como un monje tibetano
oculto bajo las frazadas, metido quién sabe en qué mundo inexplorado de su ensoñación. O no estaba. Un parpadeo... y ¡clac!, se había prendido a la cola de la estrella que
por allí pasara, y estaba ahora sumergido en la flamígera estela de ese carrusel universal. Palpando sus pies
y viéndolos encendidos, rojos y veloces...
--- ¡Memo! ¡Despierta, por favor! -insistió asustado. Unas brumas heladas se derramaban como espuma sobre el casco desnudo de la ciudad, y sus luces vivas
eran como llamaradas de gas preparando café, huellas de color limón anaranjado, espasmos de brillos enturbiados
por la mansa neblina exterior que no dejaba de fluir... Luigi miró sus zapatos. Casi no los veía. "Por Dios, Memo; despierta, tengo miedo...",
pensó, ahogando un nuevo grito. Las gotas de cristal que caían, intermitentemente, disminuían el valor
de Luigi, pero abrían para Memo el espejo de los sueños y recuerdos que la estrella llevaba en su ígnea
cabellera, y que rondaban su mente como breves misceláneas fotográficas en las que uno no tenía tiempo
de intervenir... Una semana.
Dos. Cuatro. Un mes. Seis meses... Estás cerca del año. La estrella apura el camino. La Tierra es cada vez más
grande. Es enorme. Hermosa. Tiene unos mares imponentes. Y azules. ¡Hay nubes gigantescas! ¡Parecen copos de azúcar!
¡Vamos, hay que tomar un poco de eso...! Seis meses más... Dos años.
El tiovivo se detuvo. Memo recordó a Jim. Oculto en la biblioteca, dentro de su libro preferido. Como un gato. Acechando
su personalidad... Memo era entonces
un Jim Memo Nigtshade escapado de un Will Luigi Halloway. Pero sin Feria de las Tinieblas. El carrusel siguió detenido. Los animales, quietos. La música
del órgano, enmudecida. ¡Soy Jim!, pensó Memo. Soy Memo. Jim era un cuento. Yo soy yo. Y es cierto. Un silencio negro como de muerte trajo olores suaves. A su lado, el horrible Sr. Dark sonreía. ¡Vete!
¡No existes! ¡Vete, maldito engendro del Tribunal! ¡No! ¡No me iré! ¡Vengo a llevármelos! Memo miró los ojos del Sr. Dark y fue como
mirar el sol. Eran rojos y fulmíneos. Más rojos que la cola del cometa. Quien ha leído "La Feria
de las Tinieblas", de R. D. Bradbury, sabe que el Sr. Dark tenía una espantosa coraza de zarzas en el pecho. Y
la coraza de zarzas había empalidecido y la piel del Sr. Dark era como de color durazno... --- No tengas miedo -dijo, y sus dedos flacos y largos fueron como agujas
desgreñando el pelo rubio de Jim Memo. Pronto volverás a verlos... Memo enjugó una lágrima, y supo que el Sr. Dark le estaba mintiendo. --- Memo, ¿estás bien? Luigi ya no gritaba. Su voz era un susurro con gusto
a menta. La goma de mascar había calmado sus nervios. Sin embargo, seguía preocupado. Por ellos, que aún
no llegaban, y por Memo, que estaba ahí, latiendo sin latir, como un suspiro prolongado que, en cualquier instante,
se podía cortar. Oh, Memo. Vuelve.
¿Dónde estás? Deja de soñar. Dijiste que no me preocupara, que tuviera paciencia. Y ahora tú... --- ¡Vamos! -dijo abuelo Lucas. Tú también,
Cristóbal. No es tan difícil volver a ser niños. Sólo hay que desearlo con fuerzas. Abuelo Lucas, papá Cristóbal y Jim Memo
Nigtshade eran tres sombras irreales jugando en el tiempo... --- Aquí, en este sitio, donde está el edificio, supo estar el campito... Éramos
dos bandas -comentó papá Cristóbal. Abuelo (papá) Lucas venía con la cometa entre sus manos
y nos encontraba. ¡Pobre de nosotros! Nos dividíamos, entonces, en dos grupos. Al norte había ceñidos
matorrales. Al sur, también. Sólo el medio ampliado por el este y el oeste estaba libre. Allí jugábamos
fútbol en tiempos de paz. Te decía, éramos dos bandas. Teníamos gomeras. Abuelo (papá)
Lucas se enojaba mucho. Éramos muy traviesos. Con cartones hacíamos escudos romanos. Los pintábamos.
Y a las espadas las hacíamos de madera de sauce. Era muy lindo. Y había menos casos de chicos enfermizos... --- Abuelo, ¿hacemos una cometa? ¿Cómo
es? Dale, ¿cómo se hace?
--- Es muy fácil, Memo. Iremos hacia las afueras de la ciudad. Y encontraremos cañaverales. Crecen a la orilla
de un río que se llama Salado. La madera de caña es liviana y flexible. De poco peso y especial para acompañar
la fuerza del viento. ¿Entiendes? Así la cometa puede volar alto, muy alto. Compraremos papeles de colores.
Con esos papeles cubriremos la armazón de cañas que es como el esqueleto de una cometa. En una palabra: le pondremos
un vestido brillante y sedoso. Así el viento tendrá a quien empujar, y la cometa volará... Pero, antes
de que me olvide: ¿sabes otra cosa? Papá Cristóbal te decía dónde jugaba al fútbol;
sí, porque antes los humanos practicábamos ese deporte reservado ahora a las máquinas. No me gusta eso
de las máquinas... Había equipos, sí, pero era muy distinto. Y el que no jugaba, hacía barra
por su equipo. Cinchaba. Y hasta podíamos imaginarnos profesionales como ellos disputando la pelota en un rectángulo
verde enredados en piruetas bajo la habilidad de los botines... Sí, otro día hablaremos de fútbol. Ahora
veamos el tema de la cometa. Voy a enseñarte todo: el armado, la pegatina, los tirantes, la cola, los mensajes, todo... El espejo estaba límpido. Y Memo saltaba dentro
y fuera de él. Entraba y salía. Entraba y salía. Una, dos y tres... El abuelo sabía muchas cosas.
Muchas cosas lindas que en Marte no hay... La Feria. La Feria del Barrio. Los tres. Memo se asustó. ¿Otra vez el Sr. Dark? Nooo. La feria
era pequeña. Tenía tres o cuatro cabinas de juego. Unos muñecos para voltear con pelotas de trapo, un
rifle de aire comprimido y con el caño doblado para no poder ganar nunca ese precioso juego de ajedrez... Tenía
una calesita también. Una calesita vieja y desteñida. El ruido de su motor era el chasquido mecánico
de unas manos oxidadas por el descuido. ¡Ja, ja, ja! Ni pensar en subir. Que el abuelo Lucas se hubiera vuelto niño
o papá Cristóbal hubiera aceptado serlo también, era una cosa. Pero él no. Él ya lo era.
Y no quería saber nada con esa historia de la marcha fúnebre tocada al revés que lo volvía a uno
a pañales o tocada al derecho, y cada vez más y más y más rápidamente hasta meterlo a uno
dentro de una barba blanca manejando un par de muletas y cantando una vieja canción de Los Beatles que decía:
"cuando tenga sesenta y cuatro años" o más... Pero en seguida se fueron. Eran otros tiempos aquellos.
No había ni tan siquiera luces en todas las cuadras de la vecindad. Mamá Zule y abuela Matilde esperaban ansiosas
con la comida a punto. Y un vaso fresco de naranja para él, y de vino con hielo para los mayores... --- Memo. Eh, Memo... Luigi sacudió a Memo y fue como si el espejo de los recuerdos
se astillara un millón de veces, y un millón de diamantes chocaran entre sí despidiendo un millón
de destellos tornasolados, hasta formar una estrella gigantesca con una cola larga y roja como el vientre de una sandía... Dos años. Uno. Seis meses. Dos semanas. Una.
Y allí estaba de nuevo Memo, abriendo los ojos celestes con la cara perlada de sudor y el pelo naranja ennegrecido
por la realidad marciana. Memo se movió.
El Miedo, entonces, se alejó del lugar.
El manto blanco se apresuró a envolverlos... --- Pensaba... -intentó aclarar Memo-. Sólo pensaba. No dormía. Una oscuridad sin vida los agarrotó contra el suelo. --- ¿En qué pensabas? -preguntó
Luigi; luego, buscó sus mantas en la alforja. Memo levantó la cabeza, se deshizo de abrigo, y, bruscamente, se puso de pie. Las frazadas tibias cayeron de sus espaldas como siniestras alas de murciélago
terrestre... --- ¿Estamos envueltos?
-masculló. --- Sí -dijo
Luigi-. Recién acaba de cubrirse el área. Fue bastante rápido. Debe hacer mucho frío afuera. Dos volutas escaparon de sus bocas como efímeros
fantasmas de impaciencia. Memo miró
la ciudad. Ya casi no se veía. Sólo las luces amarillas de los veladores titilando en su seno tibio. Pero muy
pocas. Recordando una jornada memorable
en casa de unos tíos suyos, y en la otra luz, imaginó los campos sembrados de rocío, y dijo: --- Mañana será un buen día. Luigi insistió. Parecía su oportunidad... --- ¿En qué pensabas? Memo se mantuvo un largo rato como parte de aquel vacío secular. --- En el viejo hogar, claro... -respondió
lacónica, pausadamente... Después,
volvió a tenderse sobre la colcha y tornó a cubrirse con las tibias mantas. Luigi lo imitó. --- Nunca nos hablaste de él. ¿Por qué?
-los ojos de Luigi brillaron de un modo especial, pero su amigo, presintiendo aquel gesto, contestó: --- Añoranzas. No hay problemas. Ahora sí, vamos a dormir.
Mañana será un buen día...
Luigi volvió a sentir la aguda incisión en el pecho, pero no era miedo esta vez. --- Entonces, ¿no vas a decirme cómo son? -la voz, trémula,
tembló en la oscuridad como una muñeca fea y sin dueña... Silencio.
--- Los demás chicos ya lo saben. Saben cómo son. Se los dijiste... -clamó. El silencio se repitió. --- Papá dijo... Dijo que traían todas sus cosas. Paraguas, barbas, habanos
olorosos, diarios viejos, colecciones de estampillas, fotografías, cuadros y... ¡libros de cuentos! ¡Cantos
y juegos en la mente! ¿Qué sabes de eso? --- Si tienes frío encenderemos la portátil -rumió Memo. --- Y sacos de lana, agujas de tejer, postres dulcísimos y miradas
cálidas como sus brazos... Yo no entendí muy bien. No sé qué significan ni para qué sirven
esas cosas. Pero lo dijo con entusiasmo. De los ojos le brotaban lágrimas... Y mamá también hacía
lo mismo. Y se abrazaban... Papá la alzaba y modulaba un misterioso quejido. Dijo que cantaba, y, mientras lo hacía,
hablaba de saltar cuerdas, regar jardines, remontar cometas, jugar ajedrez, escuchar música, y leer... ¡cuentos!
Hubiera deseado entenderle. Memo, juro que lo hubiera deseado. Pero no pude. Creo que, por eso, fui a dormir aquella noche
sin... --- Buenas noches, Luigi -siseó
Memo. --- ¡No! -gritó éste.
¡Estaré despierto hasta que lleguen los duendes! -y abrió los ojos tan grandes como pudo...
Duendes Alguien
aspiró profundo como queriendo aprehender remotos aromas. Pero, en ese lugar, no había flores para el alba ni
grillos para el anochecer… De todos modos, Memo sonrió. Ocultamente sonrió. Miró
hacia el cielo. Ya no se veían las estrellas. La escarcha acumulada borraba el camino, pero ya lo conocía. La
bola fugaz se lo había enseñado y podía volver cuando quisiera. Luigi estaría
callado. Y muy enojado. Demasiado como para querer dirigirle la palabra. Y mientras preparaba la estufa y armaba la carpa,
aprovecharía… ¡Ya! Shhh… ¿Dónde estaba? Ah, sí. En
la casa. En su casa. ¿Cómo era? Era una casa grande y augusta. Enriquecida por los años y las circunstancias.
Un vistazo: el abuelo estaba vestido de Abuelo. ¿Y papá? Papá vestido de Papá. Ya no eran dos
niños como él. Cada uno aceptaba su papel. ¿Dónde vas a meterte? ¡En la sala, por supuesto! Era
una casa grande y augusta, y, en lo alto, estaba la sala. Un espacio alfombrado de verde, con muretes divisorios que separaban la
Lectura de la Conversación y de la Música. Cojines verdes acolchando las gradas escalonadas
que el bisabuelo había levantado siguiendo los desniveles del cielorraso. Era ése su lugar preferido. Allí
leía en silencio a la espera que, por las tardes, el abuelo Lucas subiera a conversar con él. Las famosas sobremesas
del domingo que, según don Lucas, se hacían bajo el parral veraniego, y cuyas historias y anécdotas –fragantes
vahos de parábolas y vino circundados de sol- eran sólo un recuerdo más, aún podían gustarse
escuchándole hablar. Había uno de ellos, en particular, que nunca olvidaría. Uno,
en especial, que le permitiría recordar para siempre la sabiduría con que este abuelo sabía explicar
lo inexplicable y hacerle comprender lo incomprensible. Como aquella vez que demandara, entre vergonzoso y atrevido, por el
alma... ---
¿Qué es eso? –había preguntado. Entonces, el abuelo Lucas, arremangando la piel de sus brazos,
torciendo como un payaso los labios e imitando la voz dulce de un hada, le había respondido: ---
Mi querido Memo: un alma es... Pues, un alma es un conjunto de colores. --- ¿Un conjunto
de colores? ¿Y cómo es eso? --- Muy sencillo. Escucha: un día, mientras caminaba
por el barrio, encontré a un viejo amigo al que hacía tiempo no veía. Nos saludamos con efusividad. Con
un abrazo muy fuerte quiero decir. Pero había algo en el brillo de sus ojos que me preocupó. ¡A mi amigo
le faltaba el color azul! --- El color azul... --- Sí. El color
azul. El color azul es el color de los sueños. Le dije a mi amigo que más luego lo llamaría y me despedí
de él. Esa misma mañana, ya casi al promediar la jornada, a la salida del trabajo, otro amigo enfrentó
mi abrazo. A éste hacía poco tiempo que lo había visto, y conservaba aún esa rara expresión
en la mirada que no admitía dudas. ¡A este otro amigo seguía faltándole el color verde! ---
¿El color verde? ¡Oh...! –Memo recordó su segundo sobresalto. --- Claro. Todo
el mundo, el de los grandes, sabe que el color verde es el color de la esperanza. Entonces, al igual que al anterior, le dije
que después lo llamaría y me despedí de él. Pero allí no acabó todo... En
este punto, Memo contuvo la respiración como en aquella tarde... --- Había acabado
yo de cenar con abuela Lucía cuando, a mi puerta, sonaron unos golpes secos y acuciantes que no dejaron de asustarme.
Un tercer amigo, vecino de piso, borracho de ira, hablaba entre sollozos y amenazaba con matar un viejo engaño. ¿Me
entiendes? --- Creo que no –contestó rápidamente Memo. ---
Es que mi amigo, era un joven amigo. Y estaba enamorado. Y a veces ocurre que no siempre resulta. ¿Ahora sí? ---
¡Sí! –Memo se conmovió. --- Bien. Adelante pues. Mi amigo tenía el corazón
rojo. Su cara también estaba roja y el brillo de sus ojos era una llamarada púrpura. Así que traté
de calmarlo. Le dije que fuera a su departamento y, en lo posible, sin molestar a sus padres porque eran ancianos y estarían
durmiendo, tomara un calmante y pensara con fe en que, mañana, sería otro día. Dios había puesto
muchos peces en el mar. Yo lo llamaría tan pronto pudiera. Días más tarde reuní a mis tres amigos
en nuestro café predilecto y les expliqué el problema de los colores. Les dije que sería bueno que los
tres hablaran y trataran de compartirlos como lo habían hecho conmigo. Así, los sueños, las esperanzas
y las pasiones que faltaban o estaban desordenadas, encontrarían su lugar. Mis amigos entendieron y creo que sus almas
funcionan mucho mejor ahora. Comprendieron necesitarse y optaron por darse ayuda mutua. No por eso dejaron de tener penas
o preocupaciones que desdibujaban a veces el color de sus ojos, pero ya tenían un método para pintarlos adecuadamente
cuando ello sucediera… ¡Cosas del abuelo Lucas! Memo volvió
a regocijarse. Sus párpados pesaban cada vez más, pero abajo, en la cocina, abuela Matilde se empeñaba
en reemplazar los modernos lavaplatos instalados, mientras mamá, divertida, terminaba enseñándole a apretar
sus botones… Pero… ¡Silencio! Pasa el abuelo Rómulo. El abuelo Rómulo
era un abuelo distinto. Casi sin tiempo para ser abuelo. Lo cual era, asimismo, una verdadera lástima. Pero había
que comprenderlo, pobre. Los Amos gustaban del buen comer. Y nadie mejor para satisfacerlos que ese hombrecito grueso de voz
y de cintura, parecido a un gnomo ora cascarrabias, ora bonachón, que preparaba los manjares de la casa, cuando sus
descansos en el Hotel América lo permitían... Y que hace tiempo andaba un poco gris. Abuela
María había muerto, dejándolo solo con sus llameantes omelettes y su pato a la naranja. Tanto que hasta
se había vuelto taciturno y algo sabio tras su muda melancolía. Había logrado, en fin, separar de sus
diálogos los conocimientos del oficio, liberando a un alma simple y sensible que por nada vislumbraban sus hedónicos
y comprometedores vermicelli… Y tanto era cierto esto, que hasta había alcanzado a reducir a noventa, sus ciento…
veinte… redondos y opíparos kilos de “bon gourmet”. Todo un caso de
severa conversión. Aunque había otras cosas con las que terminaría por soñar.
Y en ellas siempre presente los abuelos… Detrás de la vocinglería de sus evocaciones,
del ácido olor de los perfumes de mediados de siglo veinte, de sus recuerdos de porches y hamacas caseras, planteras
con flores “de verdad”, y limoneros, naranjos y ciruelos, estaba la risa que sus propios padres les habían
contagiado, y la especial ternura que demostraban al ser agradecidos devolviéndola y en abundancia… Y
quizás por eso dejó de sonreír. Porque también estaban los otros recuerdos. Los
del Decreto separándolo de ellos. Los de la ridícula elección a la que fueran obligados al concluir su
“vida útil” para la sociedad… --- ¡Señor Lucas! ¡Señor Rómulo!
¡Señora…! –la voz del Tribunal para los Viejos resonó en sus oídos como si la hubiera
escuchado. ¡Con que ahí estabas, horrible Sr. Dark! --- ¡Presente! –el eco se multiplicó en
un millar de ciudades.ç ¡Voy a llevarlos! ¡Oh, Dios…! ¡No voy a dejar que los
encierren! ¡Vuélvanse niños de nuevo! ¡Ustedes pueden hacerlo…! Y no habrá problemas…
¿Saben?, ¡pronto pasará otra estrella! No se demoren, por favor… Pero… “Visto
y revisto su currículo personal; y, merced a los antecedentes en él implícitos, este H. Tribunal le confiere,
al término de su vida útil, la posibilidad de reencontrarse con los suyos. Esta regla de excepción que
lo libera de confinarse en los campos de ancianidad, se dicta en amnistía al cumplirse -en la fecha- el tercer lustro
de imposición del Gran Sistema. En especial, se ha querido observar la misma para aquellos padres de colonos que residen
en Marte, y gracias a la encomiable labor que éstos desarrollan para extender su dominio hasta los confines del Universo.
Regístrese, dése a conocer al interesado, y archívese. Firmado: Consejo General de Autómatas.
Washingtonmarx D.C. – Otoño del 0015”. Silencio rojo Ahora Memo volvía al silencio rojo. Y a su realidad.
Sin otoños ni primaveras. Sin marzos ni octubres en los que conjurar brujas con escobas voladoras, búhos en
las hombreras y calderos desbordantes de potteriana imaginación. Tampoco habría
un buen disfraz con el que vestir a papá Cristóbal de Robin Word, al abuelo Lucas de Gepetto –redentor
de Pinochos- o al abuelo Rómulo como rechoncho escudero de un Quijote cazador de molinos de viento… Porque
ya no estarían el crujiente entarimado, ni las viejas y deshuesadas calabazas con velas del viejo y terrible Teatro
de las Luces donde desgastaran su incruenta niñez… Los toldos de arpillera robada a los vecinos, colgaban plácidos
como deshilachados tapices de barro sobre el fondo de sus años perdidos. Los bolsillos rotos habían dejado caer
las monedas de piedra y los pedazos de metal recortado que midieran el espectáculo de sus fascinantes poses filodramáticas… Pero
estarían la ilusión y el sonido. La ilusión de poseer, como segunda oportunidad, a los
dueños de las fantasías forradas, impresas e ilustradas en antiguas narraciones terrestres… Y el sonido
de sus aventuras de pluma y papel que, algún día, en algún mágico amanecer, podrían volver
a reeditarse en la imaginación de estos nuevos niños… Porque los niños marcianos estaban por despertar…
Querían hacerlo. ¿Quién podría impedirlo? Ni el Sr. Dark. Ni los Amos del mundo. Por
eso mañana sería un buen día. El Mejor. Memo imaginó a los abuelos que allá no necesitaban,
cargados en el cohete; y, rogando para que todos pudieran entrar en él, respondió finalmente en voz baja: ---
Seguro, Luigi: hasta que lleguen los duendes… Pero Luigi, se había dormido.-
ADRIÁN N. ESCUDERO (Santa Fe, Argentina), 1976. Texto ajustado al 28-07-2004 y al 22-03-2018 (30º Aniversario del fallecimiento
de Edgardo A. Pesante. In memoriam). Su versión original (31-12-76) integró la primera edición gráfica
del Libro “LOS ÚLTIMOS DÍAS”, ob. cit., págs. 85/101. E-book “LOS
ÚLTIMOS DÍAS (Y Otros Cuentos) – Ave Viajera Editores S.A.A (Bogotá, Colombia) –
Director Editorial: Joseph Berolo Ramos. Marzo 2018.- Publicado el 13-01-2006 en
el Magazín virtual MUNDO CULTURAL HISPANO (Círculo literario de Alicante – España –
Director: Denis Roland.-
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