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VALLEJO EN EL DESBARRANCADERO

Adriana Herrera Téllez

"Los muertos no escriben, Fernando", habría que recordarle. Pero qué puede importarle a él, que escribe sin parar, aun sabiendo que se ha muerto, no una, sino varias veces; que dejó de existir, como consta en El Desbarrancadero, una tarde en ciudad de México, cuando le dijeron que acababa de morir en Medellín su hermano Darío, alma gemela, con quien hasta soñaban lo mismo, y vio deshacerse su propio cuerpo crepitando en fuegos de colores; y que escribió en otro libro cómo fue que Fernando Vallejo se volvió a morir después, en un hotel de Barcelona, mientras pasaba del último insomnio al último sueño durante esa feria del libro donde tal vez habló de Entre Fantasmas, el libro-inventario de sus muertos amados, escrito cuando ya sentía que esta tierra es un cementerio arrullado por un mar sordo que se mece repitiendo: "Al carajo, al carajo, al carajo".

¿Quién se atreve a decirle nada a ese hombre que desde niño se golpeaba la cabeza contra el mundo, como si fuera "la caja de resonancia de su furia", y que puede volver a contar en cada libro las mismas imágenes incrustadas en la mirada, porque nadie se baña dos veces en el mismo río del recuerdo, aunque lo crea? Cuántas veces le venga en gana reescribirá el perenne olor de los naranjales en la finca de la abuela; el momento estelar en que agarró un globo rojo -su gran hazaña-; el ardor por los mancebos; su grito de rebelión ante la existencia; su desprecio por la humanidad y su pacto de amor con las pequeñas ratas, sus hermanas -lo han lamido, agradecidas, alimentadas-; o las dantescas formas de la violencia en Colombia; y la negra agonía de Medellín que lo sigue, a donde quiera que vaya, como "La Ciudad" del poema de Kavafis, y a la que siempre vuelve, huída tras huída.

¿Quién diría algo a la inmensa pregunta de sus ojos de biólogo ante el universo, negros como el agujero de un cielo que traga estrellas para consumirse en la oscuridad? Vallejo escribe con la libertad del que desea la muerte, pero incapaz de su silencio. Aunque ha dicho que no volverá a hacerlo, cuesta creerle porque él es, entre tanto odio enquistado en su ternura, un hombre que no tiene ya nada que defender o aferrar para sí, nada que hacer sino oponer al río del tiempo el de su palabra.

El Vallejo de su invención, el mismo de El desbarrancadero, jamás bebió las aguas del olvido aunque quiso, y más que un hombre es un río interminable de recuerdos que no van al mar, un río que a veces es una ciénaga de inmundicia, o un torrente que arrasa con todo a su paso en una larga maldición que se sostiene gracias a su devoción por la gramática. También se muere la lengua, profetiza, pero entre tanto vuelve a don Rufino José Cuervo, y a su filología castellana.

Él es Manrique, Cervantes, Barba Jacob, Asunción Silva, Vargas Vila: alma sensible; verbo capaz de inaugurar otra era literaria; inmenso poeta libertino; boca que une las nanas de la abuela con el aullido de la muerte; incendiario vanidoso a quien se lee con la lámpara oculta bajo las sábanas de lo prohibido; y sabe cómo desbarrar durante 200 hojas sin que la insania de lo que nombra opaque su destallante narrativa.

Aunque publicado por separado del quinteto que conforma El río del tiempo, El desbarrancadero hace parte de esa serie de libros que llamamos "novelas autobiográficas", y que en rigor novelan de un modo distinto a tradición alguna: "¿Por qué se mató? Hombre, yo no sé, yo no estaba en ese instante, como Zola, leyéndole la cabeza". Y, por otra parte, esa primera persona es un reflejo más de la trampa que se llama "yo", un Fernando Vallejo que se parece a él sin que lo sea, porque toda lengua es distancia.

La literatura no le arranca su condición de piélago, alejado de todo en la mar de sí mismo, errante como el judío, creando de sí el Anti-whitman, el hombre que se niega a comulgar con su especie, que abomina de las mujeres que esperan un hijo, que relata sólo horrores, cargando el inhumano peso del país más violento del mundo y de su propia memoria y un dolor tan desmesurado que aunque proclame que no espera ser salvado, deja rastros en las imágenes que resplandecen en su verbo, en medio del mismo infierno, de que todo lo cambiaría por volver a la inocencia. Al regazo de la abuela Raquel.

Uno puede arrojar los adjetivos más terribles sobre la sombra literaria de Vallejo. Mucho mejor los ha dicho, con su imparable catarata verbal, él "de" sí mismo. No "contra" sí, porque esta preposición entraña una categoría moral y él no sabe qué es eso. Si en su primer libro llamaba a su madre Lía, en El desbarrancadero, ya sólo es "La loca". No le perdona haber alumbrado 20 vástagos, haberlo hecho odiar las palabras "obediencia" y "servicio", haber creado la vida -el dolor- donde antes sólo era la plácida nada.

Atribuye al personaje que lleva su nombre las más graves transgresiones de la ley humana -el crimen, el incesto-; pero en ese magistral diálogo del escritor y su irredento hermano enfermo de sida; desde el desbarrancadero de sus imprecaciones, se yergue un ser capaz de la contemplación: "De súbito el colibrí se posó en un geranio, el tiempo dejó de fluir y la tarde se eternizó en el instante".

Este Fernando Vallejo que se desdobla siempre en otro para contar, que habla consigo como un niño ante un viejo, como un viejo ante otro, como el que narra a lo narrado, que es casi al tiempo, un él y un yo, y algunas veces un usted que interpela al lector, se construye como un monstruo, un provocador de escándalos, pero jamás un mentiroso. Nunca. Su tinta, como el barniz del maldito violín rojo, es su propia sangre y seguirá viajando cuando termine de morirse, o mejor dicho, cuando ya no se encuentre, con sorpresa, en otro libro hablando interminablemente, persiguiéndose con una melancolía tan honda que no le cabe en las películas censuradas que filmó durante casi dos décadas, y tampoco en los centenares de páginas escritas, ni siquiera en éstas con las que acaba de ganarse el Premio Rómulo Gallegos.

Él, cínico como Rimbaud, lúbrico y solo y terrible como Baudelaire, nos hace sentir aquél verso de Whitman más que ningún escritor: "Quien lee esto, no toca un libro, toca un hombre", y todavía más: agoniza en nuestras manos mientras lo leemos, de un desamparo tal que uno inclina la cabeza y calla, sin juzgar su odio al Dios en quien no cree, sólo oyendo, estremecidos, cómo se va alejando, alejando, "...yendo hacia nada, hacia el sin sentido, y sobre el paisaje invisible, y lo que se llama el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas la lluvia".

Ah, pero por algo ha vuelto, libro a libro, a la gran hazaña de su infancia -escribió alguna vez que su único propósito era contarla-: en algún lugar dentro de sí existe el rumbo, la veloz carrera que puede hacer precipitar un globo encendido del cielo entre sus manos -"lo difícil no es hacerlo, ni elevarlo; lo difícil es agarrarlo"- y él sabe que la abuela Raquelita, la del cabello blanco y los ojos verdes desvaídos, le pediría devolverlo, una vez más, "a la vastedad azul sin límites".

Publicado en Artes y Letras- El Nuevo Herald, Agosto 10. 2003. Reproducción autorizada.

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