y supe trepar por mis ojos hasta las hojas
de coca;
más bien corría un mensaje discreto y embadurnado,
como
falso recuerdo, aturdido por la admonición,
que antes el viento mezcla con los cultivos
del dolor.
¿Cuáles jaulas del miedo, de pan amasado en su herida,
cubriendo
con los pies cantores el oficio del destierro?
¿Qué espera se abrigaba entre
los muros y la Intihuatana?
Piedra que no fuiste sostén seguro para amarrar el sol
cuando
la duda se liberó de los extirpadores de idolatrías
y la tarde renunciaba a
ser noche en Sacsayhuamán,
oyendo el canto del tiempo.
Terrazas
de estrategia y vértigo
cayendo al Valle del Urubamba,
a donde
bebe el maíz brotes de sangre noble,
pasadizos abiertos en el alma del pasado,
lámpara
de la piel, agua memoriosa,
labor y frutos danzando en la Inti Raymi,
colorido
y mañas para invocar a la lluvia
hermana de tanta invasión ceremonial,
y
regresar a ellos con las manos dadoras
el golpe de la piedra y el sudor creyente,
hacia
los enrejados del alto horizonte.
¿Acaso no era visible el sacrificio, no escuchabas
los gritos
del corazón y su sal enceguecida,
una súplica que
la furia arrancaba del prisionero?
¿Pudo el bastón de cañabrava soportar
el estupor
ante la rara arquitectura de la sobrevida?
¿Sentías
al andar sobre el rito que otra época renacía,
y algo acaba de cruzar
por tus ojos mirando sin ver
hasta la fiel morada de los incas al final de su tiempo?
Lo
que sentí fueron otras formas del silencio,
otro llanto de amasar las palabras para la
vida,
cómo la Piedra del Poder mezclaba los arcos del sol
contra
mi espalda, contra todo rechazo,
contra los túmulos enmohecidos por el musgo de
la sangre.
Cómo aquellos pasos revivían bajo mis pasos,
cómo
era de larga la cicatriz de los duros cantos
que los guerreros lanzaban a lo desconocido,
y
que ahora, desmontados por otra civilización,
eran un mensaje profano en los templos encorvados,
una
mítica niebla y nubes raídas en el quejido cusqueño.
Lúgubre ascendía
el sonido de la quena del viento.
¿Leías, en verdad leías, piedras
del solsticio de invierno,
piedras que nos cuentan el innombrable abismo?
¿Leías
las sagradas piedras de Machu Picchu?
Piedras mágicas del principio y del fin,
piedras
de la agonía que no cubren los quipus,
piedras silenciadas bajo lluvia y fuego,
piedras
parlantes del lento quechua,
piedras que invocan el sacrificio de la alpaca,
piedra
del Cóndor y la floresta amazónica,
piedras cansadas por no se sabe qué
manos,
piedra del sol detenida en la hora mortal,
piedras
que fundaron la plaza Aucaypata,
piedras vivas bajo el sagrado Willka mayu,
piedras
de los templos mudas de tanto ruego,
piedra del poder presa de su energía ritual,
piedras
en la oscura señal del Camino Inca,
piedras del agua soportando la sed del tiempo.
Piedras
sobre piedras clamando con voz de piedra.
Pero viste a las alegres vírgenes del
sol
cantando la salmodia de los panecillos de maíz,
vestidas
de arco iris, de viento y llamas corales,
danzando con las ágiles flores del solsticio,
trayendo
en los ojos los frutos de la Pachamama,
mientras el dios sol se bebía la candorosa piel
y
las mujeres adultas tejían los nudos de la pasarela
con los niños guindados sobre sus espaldas.
Y
todo girando en la noche circular del fuego.
¿Cómo entonces escribir el recio
mito y su sangre,
sin la soberbia hacha de Pachacútec
y los correos
de piedra como ignorados jinetes
armados de un mensaje de muerte y súplica?
¿Cómo
aún pedir paz al que hace temblar la tierra?
Túmulos del espanto, calaveras de la
herida
con que alguna vez se conquista el sosiego.
¿Puede
alguien hablar con los difuntos
sin preguntar por los accidentes del viaje,
la
carne y la chicha que servían sus antepasados?
Yo pienso que debió existir alguna arcana
sombra
para mirar el agua en su fiel regreso hasta la fuente,
esa suave
extrañeza que cae hacia el crepúsculo.